El gusto americano

Solo hay que fijarse en los iconos estereotipados y tradicionales de la gastronomía americana para descubrir cierta debilidad por los gustos intensos.

La barbacoa es orgullo nacional, alrededor de la cual se celebran las fiestas nacionales y eventos sociales. La Coca Cola, con un tercio más de azúcar que la española, es un icono. Al igual que el ketchup que todo lo eclipsa, o los aliños que convierten una ensalada en un plato pesado. Y con esta orquesta y mucho más, es con la que le toca bailar al vino.

El consumo del vino en EE. UU, de una manera significativa, comienza a mediados de los setenta con la “White Zinfandel”. Un vino que apareció por casualidad o por error, como aparecieron grandes vinos en el mundo, así el Champagne o el Tokaji Aszu. Este primer vino de masas norteamericano, con más azúcar que la Coca Cola debido a la interrupción de la fermentación, abrió al consumidor la puerta de las tiendas de vino y le dio la oportunidad de empezar a formar parte de la cultura del país. Y no fue algo fugaz, todavía se venden 17 millones de cajas al año.

Aquí, donde el consumismo es religión, se necesitaba de un predicador que guiara al consumidor en este mundo inabarcable que es el vino. El omnipotente Robert Parker Jr. sería el elegido, primer gurú de vino en los EE. UU.

Parte de su éxito fue la novedad de introducir el sistema de los 100 puntos, que no dice nada pero todo el mundo entiende. Lo siguiente, y lo que da más miedo, fue la influencia que sus opiniones tenían sobre el mercado global del vino. Gracias a sus numerosos devotos consumidores de lo que el decidiera que se debía comprar, muchas bodegas cambiaron sus estilos para participar de esta orgía de taninos, sobremaduraciones, y de filtrar, ni hablar. La estandarización o “parkerización” del vino se llamaba la fiesta.

California es la región con más historia y, por consiguiente, tradición vinícola de los EE. UU, ¿gracias a quién? Por lo tanto era de suponer que se beneficiase del crecimiento del consumo. Quizá la cata a ciegas de Cabernet Sauvignon de todo el mundo, celebrada en París en el 1976 ayudó a subir el orgullo nacional. Pero si nos atenemos a la teoría del huevo y la gallina, no fue hasta mediados de los ochenta, cuando el huevón Robert Parker empujó a algunos bodegueros gallinas a cambiar las técnicas en la elaboración de sus vinos, es entonces cuando las puntuaciones de estos vinos empezaron a brillar situándose en los 90+, y el mercado a pelearse por ellos. Por esa adaptación de técnicas, él mismo justifica cómo un Mondavi Cabernet pasa de 70 puntos en la añada del ’83 a los 97 puntos en el ‘87.

Una vez situados con los vinos californianos y Robert Parker, pasemos a los vinos españoles. Es en el ’87, la añada milagrosa de Mondavi, cuando Jorge Ordoñez comienza su andadura en la costa Este. A través de él, el vino español empieza a “importar”, vino que ya venía importado mucho antes.

Su mayor virtud fue entender el mercado americano, dejando la tradición a un lado y entrando hasta las cocinas de las bodegas españolas para dar al mercado, o a Robert Parker, lo que este demandaba. Reconocidos amigos, Robert Parker siempre cuidó de Jorge Ordoñez, lo nombró varias veces personaje del año y se ocupó de catar sus vinos cuando el apocalíptico Neil Martin hacía estragos en España, puntualizando defectos que antes eran virtudes.

Las marcas de vino Clio y El Nido de una región como Jumilla se vendían por cupo, la garnacha de vinos opacos se posicionaban como los vinos de major calidad-precio y los riojas de “alta expresión” parecían ser el único estilo en Rioja.

El mercado creció, y la cultura del vino colonizó nuevos horizontes. La diversidad venidera era inevitable. California cedió parte de su monopolio productivo a otras regiones, la Pinot Noir de Oregón o la Riesling de Nueva York, ¡sí, de Nueva York! Así se demostró que el vino doméstico podía participar de otros estilos. Menos presencia de la barrica, más terroir, niveles más altos de acidez, menos alcohol. En definitiva, la sutilidad tan negada al paladar norteamericano.

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New York wines

Los gurús, que dejan de serlo gracias a la pluralidad, se convierten en especialistas en vino y ahora el vino va primero. La nueva tendencia se traduce, respecto a los vinos españoles, en una nueva ola de vinos importados. Patrick Mata apostando todo por Raúl Pérez, José Pastor trayendo vino canario más fácil de vender aquí que en la península o T. Edwards colocando la Bobal de Ponce en los bares más hipsters de Brooklyn.

Los ejemplos de wine writers como Eric Asimov del New York Times, y su debilidad por la Ribeira Sacra, Patricio Tapia de Wines & Spirits con sus artículos sobre una nueva Ribera del Duero, los master Sommeliers incluyendo el Vina Tondonia en las mejores cartas de Nueva York… hablan de un aprecio al vino español que demuestra que puede formar parte de la tendencia o lo trendy.

En conclusión, quiero dejar claro que los vinos de Jorge Ordoñez tienen todavía mucha aceptación, y yo los acepto de maravilla de vez en cuando. Robert Parker quizá acumuló demasiado poder, pero como de tonto tiene poco y después del fiasco de Jay Miller o Neil Martin, puso a Luis Gutiérrez para que le perdonemos todo.

Simplemente recordar que en la variedad está el gusto. Muchos nos vimos demasiado expuestos a sus puntuaciones. Recuerdo a un compañero del curso de la Cámara de Comercio de Madrid, que mandó una carta a la bodega López de Heredia para preguntar, a modo sugerencia, por qué no hacían un vino de autor. Todo convencido el chaval.

Por si acaso no queda claro la diferencia de estilos, yo la entendí cuando mi admirado y querido de corazón, el profesor Mazaca , me lo explicó con esta frase, y no quiero entrar en machismos, ni sexismos, ni algoritmos:

“Tú, que eres joven, quizá prefieras mujeres que te arañen y te rompan la camisa, yo quiero mujeres que me abracen y me den caricias”.

Cada uno, o una, que elija.

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